Por tradición y por historia, Guadalajara es una de las ciudades más importantes de Latinoamérica y sin duda alguna, es la capital cultural de México. Una ciudad con un entramado tan complejo, con tantas oportunidades, pero también con tantas desigualdades, merece servicios públicos de calidad, a precios accesibles, y con condiciones dignas para que cualquier ciudadano o ciudadana pueda utilizarlos con el mismo orgullo, sin importar su código postal o su estatus socioeconómico.
Y es por eso que la deriva que han tomado en los últimos años servicios tan esenciales como el agua, la recolección de basura en espacios públicos, el transporte, son tan preocupantes para mí como para millones de tapatíos que vemos cómo la ciudad crece, cómo cada vez hay más desarrollos inmobiliarios para recibir a más personas y empresas, pero que las necesidades básicas que debe proveer el gobierno no se amplían ni mejoran, y que cuando se hace, se hace con modos casi gangsteriles, faltos de todo respeto e indignos de una ciudadanía informada como la de Guadalajara. Para muestra, un botón: la terrible actitud de elementos de las policías estatal y municipal que amedrentaron el martes pasado a los vecinos del Parque San Rafael y les impidieron salir de sus casas mientras el SIAPA trabajaba en la obra del vaso colector en esta zona.
De inicio, nada hay de malo en que se hagan obras para subsanar faltas que llevaban ya décadas de retraso y que impactaban para mal en la planeación urbana de nuestra ciudad. Pero en nuestra cultura, la forma es el fondo: y la forma en que el desgobierno naranja ha intentado no coordinar ni hacer sinergias, sino mandar a fuerza de puntapiés a la ciudadanía, es el fiel reflejo de lo poco que les importa el bienestar del pueblo de Guadalajara y de Jalisco, y de cuánto -lo hemos visto- están dispuestos a pisotear a la sociedad con tal de sacar tajada política o cumplirles a los intereses que están detrás de ellos.
En la Cuarta Transformación que está haciendo realidad el proyecto de nación en el que he acompañado al presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, durante más de 20 años, creemos firmemente en un nuevo humanismo mexicano que ponga a la sociedad en el centro de todas las decisiones de la agenda pública, y no a los intereses de unos cuantos. “El fin último de un Estado es crear las condiciones para que la gente pueda vivir feliz y libre de miserias y temores”, dijo nuestro presidente en el Zócalo de la Ciudad de México, y yo añado: “El fin último de un gobierno es que todas y todos los ciudadanos podamos acceder a los mismos beneficios, a los mismos servicios y a las mismas oportunidades, sin importar de dónde venimos”.
Los buenos servicios públicos son, además, un acto de justicia social y de inclusión plena: porque una ciudad con mejores servicios es más abierta, más atractiva y sobre todo, más segura, en especial para las mujeres, niñas y jóvenes. Garantizar, entonces, que las y los servidores públicos estemos a la altura de la ética que la sociedad nos demanda es una necesidad para que podamos construir la ciudad, el estado y el país que nos merecemos.
Es por eso que es tan importante que la ciudadanía tenga consigo el poder de la información. Y no me refiero a anuncios publicitarios ni a campañas políticas: hablo de la importancia que tiene la comunicación directa, el socializar correctamente la relevancia de las obras, el explicar paso a paso a la sociedad qué se va a hacer, por qué es necesario, con cuánto dinero y cuánto tiempo se va a tardar, con el respeto como el centro de la conversación, sin embargo, quizá es exigir demasiado para el nivel de gobierno local que hemos visto hasta hoy.
¿Será mucho pedirles que en el año que les queda, aunque sea por vergüenza propia, traten a las y los jaliscienses con el respeto que nos merecemos? Ver para creer.